Hacía seis meses que Meg se había quedado
sin suegra. Realmente no le había importado mucho que la vieja se fuera al otro
mundo. Pero murió como había vivido: jodiendo. El año anterior el marido de Meg
había aparecido en su casa con la vieja bruja, sin consultarle nada,
simplemente la había traído a vivir con ellos. Adoraba al ser que lo había
amamantado, por eso no podía permitir que sus hermanos la quisieran meter en un
asilo cuando se dieron cuenta que estaba senil. Nadie quería cargar con ella,
pero ahí estaba el hermano pequeño, el consentido de mamá, que devolvería con creces el
cariño que había recibido. La llevaría a su hogar para cuidarla...aunque
en realidad la cuidadora iba a ser Meg.
El marido de Meg estaba destrozado. En el
funeral lloró amargamente. Ella también lloró, pero en su interior sabía que
sus lágrimas eran de alegría. Se sentía mal por estar contenta, pero no lo
podía evitar. Al funeral fue, además de la familia, bastante gente. Meg estaba
sorprendida ¿tantas personas querían a la bruja?. Según su hijo era normal,
todos estaban allí por amor a una mujer tan excepcional. Ella no pensaba igual,
se había fijado en todos y tenía sus propias conclusiones: habían ido cuatro
amigas de la vieja, unas vecinas curiosas y el resto sólo quería asegurarse de
que la alcahueta estaba bien muerta.
Pasados unos pocos meses, lo que parecía
una bendición se tornó en maldición. El marido de Meg, escudándose en el dolor
y en la supuesta soledad que le causaba la muerte de su querida madre, no
paraba de beber...de beber mucho. Llegaba borracho a casa casi todas las noches.
Con un poco de suerte se tiraba directamente en el sofá o en la cama y dormía
la borrachera. Pero a veces no era así y entonces su mujer se convertía en la
diana de su odio. Ella soportaba los insultos, las amenazas...la solía culpar
por la muerte de su madre, tenía que haber estado atenta, estúpida negligente.
Después aguantó los golpes y las disculpas vacías. “Lo siento...perdóname...no
volverá a ocurrir”. Y sí, le perdonaba siempre ¿no era eso lo que las esposas
hacían?. Meg perdonaba, él le daba cariño unos días y después todo empezaba de
nuevo, en una especie de bucle vicioso del que no había escapatoria.
Fuera por los golpes, la infelicidad o el
estrés, el hecho es que los dolores de cabeza volvieron. Al principio no eran
más que jaquecas, siempre después de una discusión. Pero cada vez eran más
fuertes. Meg se quedaba tirada durante horas en la cama, a oscuras, esperando
que los analgésicos hicieran efecto. El dolor era insoportable, sentía cómo su
cabeza palpitaba, sus nervios reaccionaban con cada latido y esto le producía
más dolor. Los simples analgésicos ya no eran suficiente, necesitaba algo más fuerte,
pero para eso era preciso una receta. Tendría que ir a ver a su médico, algo
que había retrasado todo lo posible, ya que le avergonzaba que le viera los
golpes, que le preguntara por ellos, que denunciara. Pero no podía aguantar
más. Sus miedos eran infundados, el médico se limitó a recetarle unas pastillas
para las migrañas. No le hizo muchas preguntas, no mandó que le practicasen
pruebas para saber exactamente qué era lo que le pasaba a su paciente...era de
la seguridad social y no tenía mucho tiempo para hacer exámenes profundos: ¿te
duele la cabeza? Analgésicos ¿No puedes dormir? Somníferos. Con eso era
suficiente.
A pesar de lo que pudiera pensarse, las
pastillas le iban muy bien. Acababan pronto con el dolor, permitiéndole seguir
con su mala vida. Pero, como todo lo bueno, esto no iba a durar mucho. Una
noche su marido llegó muy borracho, apestando a alcohol y con marcas de carmín
en la camisa. Parecía una escena de una mala película. Era todo tan tópico...
Meg hacía tiempo que pensaba que él le era infiel, pero nunca le había dicho
nada, además, le resultaba más cómodo que fuera otra la que le aguantara en la
cama. Sin embargo, una cosa era el pensarlo, el estar casi segura, y otra el
que te lo restregaran por toda la cara. Y calló. No se le ocurrió nada mejor
que eso: callar. Su cabeza no estaba dispuesta a hacer lo mismo. Hacía rato que
estaban acostados, cuando Meg se despertó. Eran sólo la cuatro de la
mañana...mierda, sólo hacía una hora y media que se había quedado dormida, superando
el asco que le producía la mezcla de olores que la sabandija había traído
consigo, una variada gama de fragancias que iba del sudor al alcohol, pasando
por el tabaco, para terminar con un ligero toque de orina. Encima tenía el peor
dolor de cabeza que había sentido en toda su vida. Sabía que en la mesita de
noche tenía una tira de sus pastillas. Empezó a tantear sin encontrar lo que
ansiaba, sólo consiguió tirar el móvil. Aguantó la respiración...no, la babosa
seguía dormida. Siguió buscando. Nada. Joder, tenía que estar ahí, por qué no
la encontraba. No le quedaba otra...tenía que encender la luz, arriesgarse a
que él se despertara. Y eso fue lo que hizo, encender la luz...el cerdo
gruñó...siguió buscando, el dolor le impedía calmarse y estaba haciendo mucho
ruido al abrir y rebuscar en el cajón...el cerdo se agitó y volvió a gruñir. Y
las pastillas seguían sin aparecer, así que Meg se intentó levantar, lo más
silenciosa y lentamente posible, para ir a buscarlas al botiquín que guardaba
en el baño, no podían estar en otro sitio. Pero él se despertó y le dio una
bofetada. A pesar de la borrachera fue tan rápido que no le dio tiempo a
protegerse.
- Como sigas molestando te llevarás otra.
¿Lo has entendido?
Meg asintió. Sí, lo había entendido...por
fin lo había entendido. Apagó la luz y salió de la habitación. No fue al baño,
sino a la cocina. Parecía estar en trance, pero sabía lo que buscaba, no era el
cuchillo más grande, pero sí el más afilado. Volvió al dormitorio, del que
salían los ronquidos de su marido, se había vuelto a quedar dormido. Mejor. Se
acercó al cuerpo acostado en la cama...y lo degolló. Él abrió los ojos, Meg no
sabía que los ojos de su marido pudieran abrirse tanto, eso le hizo gracia y se
rio un poco, como una niña que ha hecho una travesura. La sangre salía a
borbotones, salpicándolo todo. Lo único que hacía él era llevarse las manos al
cuello, en un vano intento de detener el torrente, ella había dejado de
existir. No podía gritar, ni hablar, sólo salía de él un sonido burbujeante.
Eso le facilitaba las cosas, no le hubiese gustado nada alterar el descanso de
sus vecinos. Meg, aburrida del baile patético de su esposo, decidió ponerle
fin, asestándole 36 puñaladas, una detrás de otra. Ahora la tatuada piel del
hombre le parecía más bella. Lo dejó ahí, desangrándose en el dormitorio. Se
fue al baño, se lavó las manos y la cara. Se quitó el camisón, otrora blanco y
ahora carmesí, y lo tiró a la basura, ya no servía, las manchas de sangre eran
muy difíciles de quitar. Desnuda, volvió a la habitación, donde el cuerpo ya
sin vida del marido yacía en el suelo. Quitó las sábanas manchadas, le dio la
vuelta al colchón anegado de sangre (por suerte la sangre no había tenido
suficiente tiempo de filtrase y la otra cara estaba limpia), puso sábanas limpias
y se acostó. Por la mañana tendría que limpiar mucho y sacar la basura...pero
antes había que descansar. Ya no le dolía la cabeza y se quedó dormida
enseguida. Nunca se había sentido tan tranquila y relajada...salvo aquella otra
noche en la que mató a su suegra...y el mundo se lo agradeció.
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