2 de octubre de 2013

MEGERA


  Hacía seis meses que Meg se había quedado sin suegra. Realmente no le había importado mucho que la vieja se fuera al otro mundo. Pero murió como había vivido: jodiendo. El año anterior el marido de Meg había aparecido en su casa con la vieja bruja, sin consultarle nada, simplemente la había traído a vivir con ellos. Adoraba al ser que lo había amamantado, por eso no podía permitir que sus hermanos la quisieran meter en un asilo cuando se dieron cuenta que estaba senil. Nadie quería cargar con ella, pero ahí estaba el hermano pequeño, el consentido de mamá, que devolvería con creces el cariño que había recibido. La llevaría a su hogar para cuidarla...aunque en realidad la cuidadora iba a ser Meg.
    Con la llegada de la locura la mujer se había convertido en un ser aún más despreciable. Era habitual que se hiciera sus necesidades encima. Meg estaba convencida que lo hacía adrede, para que ella tuviera que limpiarla, aguantando las arcadas que le producía. Los insultos y desprecios hacia ella eran habituales, tanto por parte de su suegra como por parte del esposo. Se notaba quién le había criado. Se pasaba el día limpiando, cocinando, lavando y, de postre, noche de insomnio cuando a la bruja se le ocurría ponerse enferma, mientras su marido roncaba borracho perdido en la habitación de al lado. Meg aguantaba estoicamente, había sido criada en una familia muy conservadora, en la que era dogma el que la mujer debía soportar lo indecible por el bien de su familia. Sus padres estarían orgullosos de ella, porque, a pesar de los dolores de cabeza que estaba sufriendo últimamente, ella estaba ahí, afrontando las dificultades. Pero una bendita noche todo cambió. Su suegra se cayó por las escaleras y murió al romperse el cuello. Un accidente. Eso fue la conclusión de la policía. La mujer había bajado las escaleras de noche, a oscuras, y tropezó con su propio camisón, que tenía parte del dobladillo descosido. Maldita mujer, cabezota, cuántas veces le había dicho que la avisara para bajar, que algún día podía tener un accidente.
    El marido de Meg estaba destrozado. En el funeral lloró amargamente. Ella también lloró, pero en su interior sabía que sus lágrimas eran de alegría. Se sentía mal por estar contenta, pero no lo podía evitar. Al funeral fue, además de la familia, bastante gente. Meg estaba sorprendida ¿tantas personas querían a la bruja?. Según su hijo era normal, todos estaban allí por amor a una mujer tan excepcional. Ella no pensaba igual, se había fijado en todos y tenía sus propias conclusiones: habían ido cuatro amigas de la vieja, unas vecinas curiosas y el resto sólo quería asegurarse de que la alcahueta estaba bien muerta.
    Pasados unos pocos meses, lo que parecía una bendición se tornó en maldición. El marido de Meg, escudándose en el dolor y en la supuesta soledad que le causaba la muerte de su querida madre, no paraba de beber...de beber mucho. Llegaba borracho a casa casi todas las noches. Con un poco de suerte se tiraba directamente en el sofá o en la cama y dormía la borrachera. Pero a veces no era así y entonces su mujer se convertía en la diana de su odio. Ella soportaba los insultos, las amenazas...la solía culpar por la muerte de su madre, tenía que haber estado atenta, estúpida negligente. Después aguantó los golpes y las disculpas vacías. “Lo siento...perdóname...no volverá a ocurrir”. Y sí, le perdonaba siempre ¿no era eso lo que las esposas hacían?. Meg perdonaba, él le daba cariño unos días y después todo empezaba de nuevo, en una especie de bucle vicioso del que no había escapatoria.
    Fuera por los golpes, la infelicidad o el estrés, el hecho es que los dolores de cabeza volvieron. Al principio no eran más que jaquecas, siempre después de una discusión. Pero cada vez eran más fuertes. Meg se quedaba tirada durante horas en la cama, a oscuras, esperando que los analgésicos hicieran efecto. El dolor era insoportable, sentía cómo su cabeza palpitaba, sus nervios reaccionaban con cada latido y esto le producía más dolor. Los simples analgésicos ya no eran suficiente, necesitaba algo más fuerte, pero para eso era preciso una receta. Tendría que ir a ver a su médico, algo que había retrasado todo lo posible, ya que le avergonzaba que le viera los golpes, que le preguntara por ellos, que denunciara. Pero no podía aguantar más. Sus miedos eran infundados, el médico se limitó a recetarle unas pastillas para las migrañas. No le hizo muchas preguntas, no mandó que le practicasen pruebas para saber exactamente qué era lo que le pasaba a su paciente...era de la seguridad social y no tenía mucho tiempo para hacer exámenes profundos: ¿te duele la cabeza? Analgésicos ¿No puedes dormir? Somníferos. Con eso era suficiente.
    A pesar de lo que pudiera pensarse, las pastillas le iban muy bien. Acababan pronto con el dolor, permitiéndole seguir con su mala vida. Pero, como todo lo bueno, esto no iba a durar mucho. Una noche su marido llegó muy borracho, apestando a alcohol y con marcas de carmín en la camisa. Parecía una escena de una mala película. Era todo tan tópico... Meg hacía tiempo que pensaba que él le era infiel, pero nunca le había dicho nada, además, le resultaba más cómodo que fuera otra la que le aguantara en la cama. Sin embargo, una cosa era el pensarlo, el estar casi segura, y otra el que te lo restregaran por toda la cara. Y calló. No se le ocurrió nada mejor que eso: callar. Su cabeza no estaba dispuesta a hacer lo mismo. Hacía rato que estaban acostados, cuando Meg se despertó. Eran sólo la cuatro de la mañana...mierda, sólo hacía una hora y media que se había quedado dormida, superando el asco que le producía la mezcla de olores que la sabandija había traído consigo, una variada gama de fragancias que iba del sudor al alcohol, pasando por el tabaco, para terminar con un ligero toque de orina. Encima tenía el peor dolor de cabeza que había sentido en toda su vida. Sabía que en la mesita de noche tenía una tira de sus pastillas. Empezó a tantear sin encontrar lo que ansiaba, sólo consiguió tirar el móvil. Aguantó la respiración...no, la babosa seguía dormida. Siguió buscando. Nada. Joder, tenía que estar ahí, por qué no la encontraba. No le quedaba otra...tenía que encender la luz, arriesgarse a que él se despertara. Y eso fue lo que hizo, encender la luz...el cerdo gruñó...siguió buscando, el dolor le impedía calmarse y estaba haciendo mucho ruido al abrir y rebuscar en el cajón...el cerdo se agitó y volvió a gruñir. Y las pastillas seguían sin aparecer, así que Meg se intentó levantar, lo más silenciosa y lentamente posible, para ir a buscarlas al botiquín que guardaba en el baño, no podían estar en otro sitio. Pero él se despertó y le dio una bofetada. A pesar de la borrachera fue tan rápido que no le dio tiempo a protegerse.
      - Como sigas molestando te llevarás otra. ¿Lo has entendido?



    Meg asintió. Sí, lo había entendido...por fin lo había entendido. Apagó la luz y salió de la habitación. No fue al baño, sino a la cocina. Parecía estar en trance, pero sabía lo que buscaba, no era el cuchillo más grande, pero sí el más afilado. Volvió al dormitorio, del que salían los ronquidos de su marido, se había vuelto a quedar dormido. Mejor. Se acercó al cuerpo acostado en la cama...y lo degolló. Él abrió los ojos, Meg no sabía que los ojos de su marido pudieran abrirse tanto, eso le hizo gracia y se rio un poco, como una niña que ha hecho una travesura. La sangre salía a borbotones, salpicándolo todo. Lo único que hacía él era llevarse las manos al cuello, en un vano intento de detener el torrente, ella había dejado de existir. No podía gritar, ni hablar, sólo salía de él un sonido burbujeante. Eso le facilitaba las cosas, no le hubiese gustado nada alterar el descanso de sus vecinos. Meg, aburrida del baile patético de su esposo, decidió ponerle fin, asestándole 36 puñaladas, una detrás de otra. Ahora la tatuada piel del hombre le parecía más bella. Lo dejó ahí, desangrándose en el dormitorio. Se fue al baño, se lavó las manos y la cara. Se quitó el camisón, otrora blanco y ahora carmesí, y lo tiró a la basura, ya no servía, las manchas de sangre eran muy difíciles de quitar. Desnuda, volvió a la habitación, donde el cuerpo ya sin vida del marido yacía en el suelo. Quitó las sábanas manchadas, le dio la vuelta al colchón anegado de sangre (por suerte la sangre no había tenido suficiente tiempo de filtrase y la otra cara estaba limpia), puso sábanas limpias y se acostó. Por la mañana tendría que limpiar mucho y sacar la basura...pero antes había que descansar. Ya no le dolía la cabeza y se quedó dormida enseguida. Nunca se había sentido tan tranquila y relajada...salvo aquella otra noche en la que mató a su suegra...y el mundo se lo agradeció.

S.H.B
                                                                                        

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