Caminaba
con pasos cansados, arrastrando los pies, buscando llegar hasta el santuario
casi por completo olvidado. Ninguna prisa me empujaba y por ello dejé que una
lentitud extrema inundara cada uno de mis movimientos, igual que de mi espíritu
quebrado, roto, sucio y gastado por el tiempo se había apoderado un dolor
insoportable. Era consciente de mi deseo de morir, de poner fin al sufrimiento
de mi existencia y deshacerme de la pesada carga de haber fracasado
miserablemente en todos los aspectos humanos de casi todas las formas
imaginables. Una determinación férrea me dirigía hacia el lugar en el que había
decidido terminar con tan patético estado, pero, aunque convencido, seguía
avanzando con parsimonia, prácticamente a ritmo de procesión, a veces
imaginando que era una comitiva de una sola persona en la celebración de mi
propio funeral. Era el difunto y la plañidera. Era el sacerdote y el
enterrador.
Mi
vida se había frustrado, se extinguía, languidecía como perdida en la negrura
de saber que ni siquiera me quedaba el consuelo de culpar a otros de mi
desgracia. Yo era el artífice primero y último de mi propio fracaso y sin duda
mi castigo, mi escena final, habría de llegar en aquel lugar tan significativo
dentro de aquella pantomima, de aquella tragedia con tintes de ridícula comedia
sobreactuada.
Los
recuerdos incendiaban mi memoria quemando mi mente, reduciendo a cenizas toda
esperanza de paz personal, limitando la posibilidad de mi descanso a la del
descanso eterno, el reposo de la aniquilación y el olvido.
Sentí
cada uno de mis cuarenta y cinco años como una bofetada, como un insulto. Ni
siquiera podía creer la edad que tenía. ¿Dónde estaban esos años? Notaba sus
consecuencias y su tortura sobre mi cuerpo, pero su paso había sido tan fugaz y
efímero que parecían no haber existido realmente. ¿Cómo habían transcurrido tan
rápido los días? Esa era una de las preguntas que con más violencia retumbaba
dentro de mi cerebro. Sin duda el tiempo había hecho su trabajo martirizando mi
alma, convirtiendo mi cuerpo en una sombra. Demacrado, reseco y marchito, así
me veía, y no podía soportarlo más. Ya no podía cargar sobre mis hombros el peso
de la obsesión, aquella maldita obsesión que desde que se apoderara de mí en la
juventud no me había abandonado, creciendo hasta devorar mi vida.
En
el camino hacia una meta que nunca llegué a alcanzar lo había sacrificado todo:
mi carrera, mi familia, mi trabajo, mi dinero, mis amigos y hasta los breves
momentos de amor, habían sido arrojados a la hoguera de mi propia vanidad, de
mi propia arrogancia, esa que me hizo creer que algún día podría conseguir lo
imposible. Pero sin duda mi final estaba escrito desde el principio. Estaba
sólo, arruinado, ridiculizado por todos y abandonado a la miseria de la derrota
y la humillación pública.
Yo,
que había sido una mente brillante a la que se le auguraba un futuro prometedor
dentro de la investigación científica más avanzada, me veía, por el contrario,
reducido a nada. Ahora, era poco más que un loco, un enfermo, una mente
perdida, trastornada, desquiciada. Cuantas cosas quise hacer, cuan profundo
había sido mi fracaso.
Caminar
hacia la muerte, ésta era mi única y verdadera opción.
El
resentimiento contra mí mismo me agotaba por momentos, doblando mis rodillas,
atenazando mis pulmones, obligándome a descansar bajo la sombra de un árbol que
se proyectaba fantasmagórica con las últimas luces de la tarde. Hacía apenas
una hora que había dejado atrás la carretera y sin embargo había recorrido muy
pocos kilómetros.
Quería
descansar, pero mi descanso fue inquieto, cargado como siempre de las imágenes
del pasado que me asaltaban. Recordé la universidad, no tenía ni veinte años
cumplidos. ¡Dios! ¿Dónde estaban aquellos días? Quería llorar porque recordaba
que una vez yo también había reído
siendo joven. Aquellas horas de cafés eternos, discutiendo ideas y conceptos
científicos, eran para mí el paraíso. Éramos un buen grupo, biólogos de
vocación, locos de esos que quieren de verdad aprender, anhelando revolucionar
la ciencia a cada hipótesis que inventábamos. Amé la universidad y todo lo que
ella significó, no podía negarlo.
Desgraciadamente, allí también nació la
semilla de mi martirio, la cruz que habría de cargar. Fue la tarde de un
viernes, lo recordaba todavía con claridad. Habíamos salido de las prácticas de
laboratorio mucho antes de lo esperado y entre cervezas discutíamos, una vez
más, ideas descabelladas. En esta ocasión el reto era fundir realidad y ficción
mientras nos proponíamos explicar cómo y porqué podría darse la metamorfosis
clásica de un hombre-lobo. Al principio empezamos con una aproximación básica
de conceptos de metabolismo, los mismos que aprendíamos en las clases de
bioquímica, pero de pronto, se me ocurrió una curiosa idea de mitocondria
mejorada, algo parecido a una nueva endosimbiosis que proveyera al organismo de
la energía necesaria para realizar el proceso de transformación, pues sin duda
la metamorfosis debía suponer un consumo de energía espectacular. Lo cual, era además, la causa de la rabiosa sensación de hambre posterior.
Supongo
que algo en mí ya estaba mal entonces, porque después mis teorías cambiaron y
evolucionaron enormemente, pero la idea de un metabolismo potenciado no se
marchó nunca de mi cabeza desde aquel fatídico día. A veces parecía dormir,
aletargada, como si esperase el momento
propicio. Entonces, algo parecía llamarla y resurgía absorbiendo todos mis
nuevos conocimientos, integrándolos, perfeccionando los conceptos, modificando
conclusiones, buscando, de una forma u otra, mejores resultados. Crecía y
crecía. Al principio fue como cualquier otro hobby ocasional, un mero
entretenimiento para llenar horas perdidas. Era la época en la que todavía era
capaz de dedicarme a otras cosas, los años en los que podía aparentar que yo
también era una persona normal con una vida real. Quizás por eso pude terminar la
carrera y el doctorado, publicar artículos sobre investigaciones serias y
hacerme un hueco en el mundo científico, ese mundo que era para mí tan
preciado, el sueño de una vida.
Pero
mis ideas e hipótesis absurdas, excéntricas, sin sentido, estaban ahí. Supongo
que por ello, cuando los primeros resultados aparentes empezaron a surgir todo
se aceleró, la obsesión creció y se apoderó de cada reducto de mi existencia.
Pagué
también, igual que un personaje de opereta, el precio de ser mi propio sujeto
de experimentación. No sé cómo ni por qué llegué a hacerlo, estaba claro que
aquello no era prudente ni juicioso. Pero por otro lado mis métodos no parecían
ser peligrosos y no pude ver el riesgo que implicaban hasta que fue demasiado
tarde.
El
proceso puede que no fuera rápido, pero fue inexorable, y pasados algunos años
llegué a entrar en una espiral de obsesión que fue apartando de mí a cuantos me
rodeaban. La calidad de mi trabajo en la universidad se resintió desde sus
inicios, pasando de ser un científico con futuro a eterna promesa incumplida
primero, a investigador mediocre después y finalmente a profesor asociado
lamentable. El desastre completo llegó cuando en el departamento se descubrió
que había derivado fondos de investigación a líneas de trabajo que nadie había
autorizado, a consecuencia de lo cual en cuestión de semanas perdí mi empleo y
mi puesto.
No
sé si ese fue el detonante, quizás simplemente era algo que se veía venir
aunque yo no pudiera verlo, pero mi mujer, cansada de años de sentirse
desplazada, optó por la opción más aconsejable y un día decidió marcharse. Aún
recuerdo la sensación de llegar a casa y que ella no estuviera como si una mano
me arrancara las entrañas. Ni siquiera así comprendí que estaba tocando fondo.
La
noche casi se había echado encima, el frío era ya considerable y amenazaba con
ser aún mayor en las próximas horas. Una fría noche de invierno, era una
hermosa y fría noche de invierno y hubiera deseado poder disfrutar más de su
pureza. Me levanté con esfuerzo, empujando mi cuerpo hacia arriba, obligándome
a ir hacia delante. Aquel camino discurría entre fincas privadas y era de
suponer que extrañarían pronto la presencia de alguien deambulando sin rumbo
por aquel lugar habitualmente poco transitado. Así que debía mantenerme en
movimiento y ocultarme si escuchaba un coche acercarse. Avancé un poco antes de
que mi vista se acomodara a la oscuridad, cosa que afortunadamente hizo pronto,
convirtiendo así el paseo en algo casi ameno durante unos minutos.
Sí,
pensé de nuevo, mi descenso no había terminado con mi expulsión de la
universidad, ni con la ruptura de mi matrimonio. Aún quedaba algo de energía en
mí entonces y, especialmente, me quedaba dinero. Supongo que la desesperación
me hizo ver las cosas de la manera más radical posible, lo cual potenció mi
paranoia y convirtió mi búsqueda en una caza desesperada en la que debía
demostrar cuanto antes que tenía razón, que mis investigaciones podían dar
fruto. En aquellos momentos todo tomó un cariz que ahora se me antojaba cruel,
caprichoso, irracional hasta lo ridículo. Pero no lo supe ver, en aquel
instante lo único que me parecía incuestionable era que todos se habían vuelto
contra mí, que les asustaba lo que sólo yo podía mostrarles, porque les
arrojaba a la cara una verdad que no podían asumir. Por eso la despreciaban:
por miedo, por envidia, por simple mediocridad de unas mentes tan limitadas que
no podían ni siquiera acercarse a entender que en todas mis ideas habitaba una
verdad cruda. Desde aquel momento fui yo contra el mundo.
Pese
a que la vista se había hecho con rapidez a la oscuridad y a que la Luna ya
despuntaba en el horizonte, seguía siendo difícil seguir el sendero, más aún
porque casi no lo recordaba. Había estado por aquella región sólo una vez hacía
ya muchos años. Al menos las casas de labor de las fincas no mostraban ninguna
señal de estar ocupadas en aquel momento, y eso me dio cierta confianza, pues
quizás mi mayor temor era que alguien me tomara por un ladrón que estuviera
merodeando la zona. Así pues presté atención para distinguir el más mínimo
destello que delatara que alguien se estuviera acercando, o para escuchar el
ruido que indicara que un coche venía hacia mí.
La
temperatura descendía con rapidez y fue curiosamente entonces cuando me di cuenta
de que en mi simpleza no se me había ocurrido ninguna manera de poner fin a mi
vida. Reí para mis adentros, estaba tan obsesionado con la idea de morir allí
que no había pensado en cómo iba a hacerlo. En cierta forma aquella era la
historia de siempre, porque a menudo, obsesionado con una idea, perdía la
perspectiva, perdía el entorno y caía en lo absurdo. Afortunadamente, el propio
frío me ofreció una solución. Estaba
casi seguro de que iba a helar aquella noche, pese a la cercanía del embalse y
del curso de agua del río, probablemente se alcanzarían los tres o cuatro
grados bajo cero. Así que pensé que la forma más dulce de morir sería llegar a
mi destino y simplemente dejar que una noche a la intemperie acabara conmigo.
Bueno, quizás no fuera muy correcto pensar que aquello iba a ser dulce, más
bien lo contrario, al menos al principio. Pero de momento no se me ocurría nada
más. Una noche al raso sería mi final. “Al raso”, pensé, y el juego de palabras
con el nombre del castro vettón a pocos kilómetros de allí me trajo una nueva
sonrisa a los labios.
En
aquel momento atravesaba una zona que llaman El Horco. Un nombre curioso, que
en principio parecía provenir de tiempos romanos. La palabra, hace referencia
no solo a un ser mitológico de carácter infernal, sino que también es el lugar
al que se decía que iban a parar los muertos. Así que, posiblemente, el término
estaba marcando un sitio en el que habría existido una necrópolis. Sin embargo,
aunque la palabra proviniese del latín, el uso para ritos funerarios debía de
haber sido muy anterior, de tiempos prerromanos, pues eso encajaría mucho mejor con el hecho de que más al sur
siguiendo el cauce del Alardos, se encontraban los restos de un lugar de culto
al dios Vaelico, el santuario que precisamente estaba buscando aquella misma
noche. Este santuario cristianizaba un lugar que ya era sagrado mucho antes de
la aparición del cristianismo y de la llegada de los romanos, quizás incluso de
los vettones. Algunos estudiosos afirmaban que este dios era un dios del
inframundo y que su nombre derivaba de la palabra vailos, que significaría lobo. ¿Qué mejor lugar entonces para
que muriera un loco que había vivido hundido en la obsesión de poder conseguir
habilidades similares a la licantropía? Moriría allí donde se había rendido
culto a un antiguo dios lobo, el santuario de Postoloboso.
Era
mi último acto poético, una forma de rubricar teatralmente el fin de un viaje
hacia el absurdo más profundo.
Mientras
mis pasos avanzaban quejumbrosos como los de un alma que pena por el sendero de
los muertos, tuve que apartarme hacia un lado: los faros de un coche y el ruido
del motor me alertaron haciéndome saltar rápido y por puro instinto mucho antes
de que las luces me alcanzaran. Una vez en el suelo tras un matorral, me agazapé
haciéndome un ovillo pues no quería que nadie me viera allí.
El
sonido se hizo primero más fuerte y luego más débil hasta terminar por
desaparecer, dando buen ejemplo del efecto Doppler. Sin embargo, no volví a
levantarme de inmediato, sino que me quedé
dormido, totalmente perdido entre mis recuerdos una vez más.
Desperté
tiempo después sobresaltado, confundido aún por las turbias imágenes del sueño.
Mis pies y mis manos estaban por completo helados y al levantarme pude
comprobar que a duras penas podía moverlos. Mis rodillas y mi espalda se habían
quedado anquilosadas y el dolor al obligarlas a dar los primeros pasos me
provocó varios espasmos. Había perdido por completo la noción del tiempo, la
temperatura había descendido con brutalidad y estaba casi seguro de que era ya
de uno o dos grados bajo cero.
Miré
a la Luna con amor y a la vez con odio. Cuántas historias encerraba, pensé,
cuantas historias y cuan falsas. No eran más que engaños encerrados en
mentiras. Perdido entre esa madeja de afirmaciones a medias y medias verdades,
amarradas en sus bordes por historias ambiguas fáciles de malinterpretar, había
vagado y me había perdido sin remedio.
Procuré,
no obstante, volver a los problemas inmediatos, más terrenales, y esperé con fe
que mi memoria, pese a los años transcurridos, fuera recuperando
progresivamente el recuerdo de hacia dónde debía ir y poder así llegar a mi
destino por más lentos que fueran mis pasos.
Un
hombre que se convertía en lobo, era algo estúpido. Bueno, al menos yo no había
sido tan ingenuo, aunque eso era un triste y pobre consuelo. Yo nunca había
creído que hubiera una transformación corporal real o, al menos, no algo que
fuera visible, que se pudiera distinguir a simple vista. Escudado en mi
ciencia, creí entender mejor que cualquier otro la verdad que se hallaba en las
historias y leyendas. Entre la cacofonía de la desinformación disponible pude
ver como emergía un hecho incontrovertible: la existencia de antiguas
sociedades de guerreros-lobo a lo largo y ancho del mundo. Todas ellas poseían
carácter iniciático, todas ellas tenían relación con los estados alterados de
conciencia. Pero yo había comprendido algo más, la conciencia era la puerta
hacia verdaderas habilidades extraordinarias, porque la mente alterada
modificaba verdaderamente al organismo, y pese a lo sutil del cambio
psicosomático provocado, por una suerte de efecto mariposa, una levísima
alteración en la fisiología profunda, invisible, podía provocar unos efectos
enormes en las capacidades del cuerpo. Ese era el acceso a las habilidades
sobrehumanas, a la fuerza y la resistencia de los berserker, los ulfhednar, los
vettones, los neuros o los skinwalkers. Capacidades que no eran un mito, sino
que eran una realidad sólida. La mente encerraba el secreto de mi búsqueda de
un metabolismo potenciado, solo había que desbloquear los cerrojos. Una vez
abiertos, una vez rotos ¿cuántas capacidades podrían adquirirse? ¿Cuáles serían
sus límites?. Entre los laberintos del cerebro hallaría la
resolución de incontables misterios. La mente trastornada experimentaba la
alucinación de ser transformado, de sufrir una metamorfosis, pero esa mente,
funcionando a ese nivel, provocaría microcambios en el equilibrio hormonal y
por tanto microcambios bioquímicos, cuya consecuencia sería un aumento
significativo y medible en el rendimiento de la percepción, la resistencia y la
fuerza.
Era
una reacción en cadena, me decía a mí mismo, simplemente tenía que encontrar la
chispa que iniciara el proceso, el punto de apoyo de mi palanca para mover el
mundo, el fulcro sobre el que ejercer la fuerza precisa.
Parecía
sencillo, pero no lo era, porque evidentemente, todo era una
terrible elucubración, un castillo en el aire sin el menor sentido, un
galimatías cargado de ciencia e hipertrofiado de ego. Lo convertí en la
búsqueda de una vida, la búsqueda de mi santo grial, y al final de la búsqueda,
nada. Esa era la única respuesta, nada, el fracaso.
Estaba
roto, dolorido e inútil en cuerpo y alma.
Quería
comprender el verdadero conocimiento antiguo, pensé, y tuve que reírme de mí
mismo. No paraba de darme cuenta de lo patético que resultaba pensar en
términos tan rimbombantes, grandilocuentes y engordados de autosuficiencia como
"verdadero conocimiento antiguo". Había usado mil veces esa expresión
como algo normal, y sin embargo, ahora sonaba tonto y ridículo.
Lo
temible de mi locura y de ser mi propio sujeto de experimentación, como un
remedo de Dr. Jekyll que nunca llegó a encontrar a su Mr. Hyde, o de Albert Hofmann en su día de la bicicleta, era el sendero
por el que había acabado moviéndome. Recuerdo que en un momento de iluminación
pensé que los viejos shamanes no solo eran sabios, no solo poseían
conocimientos, sino que su sabiduría era algo vivo que se desarrollaba en el
interior de ellos mismos. Estos viajeros del otro lado, ricos en habilidades y
misterios, tenían su máxima expresión entre los pueblos nómadas primitivos. Eso
significaba que eran supervivientes de climas extremos y condiciones adversas.
Ellos, adquirían conocimientos profundos de la naturaleza, pero además vivían
disciplinados por ella. Su sabiduría brotaba de la raíz de su propia vida
diaria.
Por
lo tanto, si quería adquirir el conocimiento vivo, debía transformar mi cuerpo
tanto como mi mente, domarlos mediante la disciplina perfecta. Así pues, comencé
una rutina de entrenamientos que me hiciera digno receptor de la verdad
primordial, una ciencia integradora de todo lo humano. Para acceder a los
estados extraordinarios, tenía que estar previamente preparado para recibir esa
fuerza arrolladora, creadora e imparable. Llevé de ese modo mi cuerpo hasta el
límite, lo ejercité sin descanso, sin piedad, alejándome de las más lógicas y
necesarias precauciones.
¿Qué
había quedado de todo ello? Contaba las lesiones por docenas. Golpes, roturas,
desgarros e infecciones habitaban mi cuerpo como una comuna con problemas de
superpoblación. Mi aspecto era como el de un muñeco desecado al Sol, cuero
cuarteado montado sobre un esqueleto dolorido, tan reseco y castigado como mi
propio espíritu. Cada mañana al amanecer mis piernas crujían, mi espalda se
revelaba quejumbrosa. Era irónico que pudiera correr durante horas, incansable,
casi sin agua o alimento, y por contra, cada día, tuviera momentos en los que
apenas podía andar sin gemir de dolor.
Sin
duda llegaba la hora de descansar, y esta vez, para siempre.
Los
pensamientos fluían, libres aunque hirientes. Y así, al fin llegué a la finca
vallada que guardaba el lugar antiguo, el santuario de Postoloboso, donde el
cristiano levantara una ermita sobre el viejo lugar romano que primero lo fuera
de culto vettón al dios Vaelico, el dios lobo. Así lo contaba la leyenda y en
parte también la historia.
Trepé,
salté la valla y a continuación caí de bruces con un golpe sordo al quedarse
enganchada la pernera de mi pantalón en uno de los alambres. El doloroso
crujido provocado por la caída no sé si resonó más contra mis huesos que contra
los restos de mi dignidad a la que quizás le hubiera gustado poder disfrutar de
lo cómico de la situación.
Una
vez recompuesto caminé sigiloso, aunque después de aquella muestra de torpeza
resultaba prácticamente innecesario: si nadie me había visto o escuchado ya,
tenía que ser porque la providencia había hecho que allí no hubiera nadie
aquel día. La sombra de la ermita dibujaba una oscura silueta contra el fondo
de estrellas del cielo. La única luz de aquel instante provenía del firmamento,
donde la Luna, elevándose, ofrecía suficiente claridad como para poder
disfrutar del paraje casi al completo, arrancando preciosos destellos de las
piedras de la vieja capilla.
Paso
a paso, indeciso como un animal que receloso se acerca hacia algo que no
conoce, recorrí el espacio abierto entorno al lugar. Sentí entonces algo
similar a un fogonazo de memoria que tocó por un leve milisegundo cada rincón
de mi mente, desapareciendo después casi con la misma rapidez con la que había
llegado. Percibí el paraje desgajado del río universal, fuera del devenir del
espacio y del tiempo, como una isla separada de ese océano del perpetuo cambio.
Fuera, existía un mundo poseído por la locura, sumido en un turbio torrente de
caos sin sentido donde legiones de humanos perdidos, desorientados, arañaban la
superficie de una realidad fundamentalmente incomprensible. Pero aquella
parcela, aquel pequeño reducto de paz imperturbable, no era únicamente una
burbuja inmutable, era un centro de comprensión, de verdad limpia, un enclave
sagrado donde la creación afinaba las cuerdas necesarias para dar origen a la
sutil melodía del universo.
Todos
aquellos pensamientos no fueron para mí en aquel momento más que el intervalo
entre dos latidos, tan efímero y fugaz que apenas podía recordarlo una vez que
hubo pasado.
La
puerta de la iglesia estaba cerrada, no era más que un enrejado tosco, pero era
resistente y estaba atrancado por una gruesa cadena y un candado de un cuarto
de kilo. Forcejeé en un fútil intento de abrirlo, pero desistí rápidamente dado
que seguía teniendo miedo de hacer un ruido excesivo. El silencio de la noche
era tan absoluto que cada leve sonido parecía extenderse como una onda sísmica.
Quedé
por tanto obligado a permanecer fuera del recinto y comencé a rodear el
edificio acariciando las piedras de su construcción buscando absorber la fuerza
de su esencia a través del tacto. Una vez terminada la primera vuelta, aún lo
rodeé otras dos veces, porque algo me empujaba y me movía a querer percibir
mejor la vibración que manaba como una energía radiada de aquel enclave tan
singular.
Pasado
un rato comprendí que había llegado el momento, el punto crucial de la decisión
tomada previamente. Así pues, solo quedaba arrepentirse o confirmar mi
determinación. No tuve que sopesarlo excesivamente, el destino estaba sellado
hacía mucho tiempo, era mi única y verdadera opción de encontrar la paz que
tanto ansiaba.
Me
deshice del anorak y en cuanto lo dejé caer al suelo, una sacudida de frío
recorrió todo mi cuerpo provocándome un espasmo que mantuvo a continuación casi
toda mi musculatura en tensión. De manera similar, cuando me quité el grueso
jersey de cuello vuelto, una nueva oleada se apoderó de mi columna haciendo que
comenzará definitivamente a temblar.
Finalmente la piel de mi torso y mis brazos quedó al descubierto cuando
me saqué el fino jersey interior y la camiseta térmica.
Durante
unos minutos seguí tiritando incontroladamente. De hecho, a veces tiritaba tan
fuerte, que las sacudidas parecían provocadas por descargas eléctricas. Luché
mentalmente por inhibir el reflejo, buscando tranquilizarme, calmar mi corazón
que se desbocaba como loco. Aunque parecía que todo iba a ser inútil, mi
cuerpo terminó por ceder a mi voluntad, y pese a que seguía sintiendo el frío
penetrando hasta mis huesos igual que una cosa viva, los espasmos se redujeron
hasta convertirse en simples estremecimientos que se repetían arrítmicos cada
pocos segundos.
Entonces
deambulé por todo el paraje, igual que un animal que busca un sitio donde
dormir y pasar la noche, pues en cierta forma yo buscaba lo mismo. Tras unos
instantes la elección estaba clara: sobre la pared orientada al este, cubierta
de hiedras, justo en la cabecera, restos derruidos de los muros que debían
haber conformado una habitación o un cobertizo anexo a la capilla, ofrecían un
lugar perfecto tanto para sentarse como para permanecer al resguardo de las
miradas en caso de que mi tiempo allí se prolongara más de un día.
Allí
me dejé caer dispuesto a esperar la llegada de mi destino.
Las
horas se fueron haciendo largas e interminables. En mi imaginación, por más que
sabía que no iba a ocurrir así, quería creer que el sueño se apoderaría de mí
dulcemente, y después, mientras dormía, la muerte me alcanzaría sin que llegara
a ser consciente de ello. Por el contrario, al poco de estar sentado, volvía a
tiritar sin control mientras mi cuerpo se sacudía provocándome un intenso dolor
muscular que en breve se trasladó a mi cabeza.
Así
permanecí durante mucho más tiempo del que me hubiera gustado, pero al fin,
según las horas avanzaban, comencé a notar que si bien la tiritona no
disminuía, sí lo hacían los escalofríos, y casi de improviso empecé a sentir
mis párpados pesados, al igual que el resto de mi cuerpo. Al fin, pensé, al fin
me estaba durmiendo. Abracé con alegría
aquella repentina somnolencia, pues la deseaba y llevaba mucho rato
esperándola. Por eso, me dejé arrastrar hasta quedar casi inconsciente,
hundiendo mi mente en la completa oscuridad, dejando que el frío ralentizara mi
pulso, aceptándolo como un bálsamo que templara el fuego de ese odio que nacía
de lo más profundo de la decepción y la frustración. Era el fin, sin duda. Mi
cuerpo había dejado de tiritar, se rendía. Mi cabeza ya casi tocaba la tierra.
Después, sin previo aviso, noté como el suelo bajo mis ojos empezaba a
iluminarse con una nueva luz de plata que llegaba hasta mí sin que pudiera
comprender el motivo, ni imaginar cuál podía ser su origen. No tardó mucho en
alcanzarme también una tenue calidez que poco a poco fue recorriéndome entero.
Era tan suave, tan dulce, que parecía una canción de cuna cantada por una madre
a un recién nacido. Era como una voz que susurraba, una voz que vibraba. Y al
hacerlo, me devolvía a la consciencia. Abrí y cerré los ojos con fuerza,
intentando aclarar mi visión para distinguir la fuente de esa luz que cada vez
era más y más intensa. Quise levantar la cabeza, pero mis músculos no respondían
y me di cuenta de que estaba por completo inmovilizado. Entonces, esa luz, esa
luz que vibraba y era también voz, dijo mi nombre. Pude distinguirlo
perfectamente. No sé si fue mayor la sorpresa por poder escuchar que alguien en
aquel lugar pudiera saber quién era yo, o por el hecho mismo de ser capaz
todavía de oír. La voz repitió su llamada, y era una voz que parecía acariciar
el alma. Por tercera vez pronunció mi nombre, ahora sonaba como si se hubiera
acercado a mí. Distinguí su timbre femenino, aunque sin duda no sonaba como
nada que hubiera escuchado antes.
Luego,
unos dedos se posaron sobre mi mejilla. Su tacto era tierno y en cierta forma,
compasivo. Me estremeció completamente mientras una ola de vida me era
transmitida, resonando contra cada rincón de mi organismo pues cada célula
respondía con su propia canción. Un torrente de emociones superpuestas nacían
de cada recoveco de mi ser saludando a la presencia que traía la luz y la
energía que la acompañaba. El calor entraba en mí, podía sentirlo, me llenaba y
despertaba mi cuerpo casi muerto. Me sentía de nuevo entero y recuperado,
porque ese poder que manaba no se detenía y a cada instante el bienestar en mi
interior crecía. Sus dedos presionaron mi mandíbula elevando con firmeza, pero
con una protectora delicadeza, mi rostro para que pudiera dirigir mi mirada
hacia ella. Temí que semejante resplandor me quemara los ojos, pero entonces
pronunció palabras que respondían a mis pensamientos.
-Pobre
chiquillo. Mírame mi niño, alza tus ojos, vamos, puedes levantarte. Ya todo
está bien- dijo susurrando.
La
paz asaltó mi alma, se mezcló con ella, desgarró todos los límites y extendió
mi mente a través de una calma perfecta. Aquella voz me arrastraba desde su
tono primordial, creador, poderoso, hacia otro plano de realidad. Y mientras me
arrastraba y alzaba, su avance armonizó cualquier otro sonido, dotando al
propio devenir del tiempo de un sentido universal.
-¿Madre?-
pregunté entre balbuceos.
-Soy
la madre que nutre- respondió- soy doncella que no ha sido tocada, soy la vieja
sabia en lo profundo del bosque.
Mi
cerebro quedó consumido por el fuego de la purificación.
-Alza
tus ojos pobre mío. Descansa ya tu mente castigada.
Fue
entonces que la miré y pude verla, pude contemplar a la mujer cuya belleza
poseía un significado tan profundo que provocaba vértigo sobrenatural, porque
era como mirar el rostro de todo lo que es hermoso y bueno.
Entonces
lloré, y mis lágrimas se convirtieron en ríos negros, porque en ellos estaban
diluidos los desechos, mezclados como ponzoña, de mis demonios más personales,
porque allí quedaban los restos de los monstruos creados a lo largo de mi
existencia.
-Expulsa
ahora cuanto atormentó tu alma.
Sus
palabras se clavaron directas en mis entrañas igual que lanzazos que
atravesaran la frontera incierta de una piel quebrada. Aquello era un verdadero
exorcismo, un exorcismo que extraía de mí los recuerdos que como entes vivos de
mente propia me poseían, nacidos del miedo, criados en las sombras de una vida
torturada por mis propios pecados sin penitencia, alimentados de frustración.
Todos salían a través de mis heridas, de mis lágrimas y hasta del aire que
escapaba de mis pulmones, que a intervalos se olvidaban de cómo respirar.
Y tras su marcha dejaban la calma suprema, la
alegría serena de ese algo que comienza sin saber por qué ni para qué, sin
expectativas.
Aquella
mujer posaba sus ojos en mí con tanta dulzura que dudé de que nadie alguna vez
hubiera podido mirarme así, parecía la fuente de todo amor, el origen de la
vida misma. De sus pupilas brotaba la redención y de los bucles de su cabello
ondulado se escapaban las líneas del destino. La brumosa nube de su vestido
ondeó alrededor de su silueta mientras se acercaba más a mí y me ayudaba a
ponerme en pie.
-Todo
está bien- afirmó.
El
poder de su voz era de una fuerza arrolladora, había dicho “todo está bien” y
en verdad ya todo estuvo bien.
El
amor que fluía en torbellinos era profundo, tan puro y poderoso que nada podía
tocarlo, ni elevarse sobre él, ni romperlo, ni mancharlo.
-¿Quién?...
¿quién eres? ¿Quién sois?
-Tuve
muchos nombres, pero yo soy Ataecina, la renacida.
Su
nombre reverberó en mi memoria ancestral, evocando otro tiempo, invocando
espíritus de un pasado remoto, convocando recuerdos encriptados en la memoria
celular.
-¿Cómo
has hecho esto?
-¡Ssshh!-
Posó sus dedos sobre mis labios.- No intentes comprender ahora, solo escucha.
Él está aquí.- Y al decir esto, giró su cabeza como esperando encontrar algo.
Entonces
lo escuché, llenando la noche como el eco de una explosión suprema. Era una
llamada, un aviso, un lamento y a la vez una risa alegre que celebraba el hecho
mismo de vivir. Era la voluntad de existir hecha sonido.
Cruzó
el mundo el aullido del lobo.
Ella
sonrió y a continuación una voz masculina pronunció mi nombre igual que antes
lo había hecho aquella aparición que decía llamarse Ataecina.
Una
luz dorada apareció delante de mí, como si el propio aire empezara a prenderse
en llamas. Y cuando el fulgor alcanzó su apogeo, la silueta de un hombre comenzó
a dibujarse paulatinamente, tomando forma, consistencia y detalle a cada paso
que daba, pues aunque la figura estaba siempre en el mismo punto, parecía caminar
haciéndose mayor a cada paso, como si avanzara sobre una dimensión plegada
sobre el espacio mismo.
Repitió
mi nombre una segunda vez y la vibración de su voz golpeó mi pecho con tal
contundencia que por un instante creí que iba a derribarme. Sin embargo, mi
cuerpo reaccionó para mi sorpresa recogiendo esa fuerza, esa energía, y la
distribuyó en flujos espirales de un nuevo espíritu construyendo una voluntad
suprema de contundente e inquebrantable propósito.
El
hombre poseía una figura esbelta, de su musculatura se percibía la tensión
propia de la cuerda de un arco y su cabello le caía en torrentes salvajes sobre
los hombros.
-Yo
soy Vaelico- dijo- me has llamado y he venido.
-Yo
no, no... – balbuceé.
-Sí-
prosiguió- quizás tu mente no entendió lo que hacías, pero tu corazón sabía.
-Soy
el dios Lobo de esta tierra antigua, el guardián del submundo, el guía de las
almas de los difuntos.
La
revelación creó una colisión tectónica en mi mente desplazando todo mi
conocimiento anterior. Cuanto creí una vez saber se quebró y entre las grietas
brotó la iluminación de una verdad nueva.
-Tu
desesperación me ha llamado, tu sacrificio me hizo venir. Libremente has
entregado tu vida, libremente será recibida.
-Tu
alma estaba perdida- continuó Ataecina- has estado al borde de la celosía que
separa este mundo del otro lado. Por ello estamos aquí.
Asentí,
sin saber porqué, aunque aquello era más grande de lo que nunca había
imaginado, todo parecía dotado de un sentido incuestionable.
-Se
te ha encontrado digno, se te concederá el don del espíritu del lobo.
Ataecina, a mi lado, posó su mano sobre mi hombro
y al mirarla, asintió con la cabeza como para querer confirmar las palabras de
Vaelico.
-El
espíritu del lobo habita en ti igual que habita en todos los verdaderos hijos
de esta tierra- dijo él.- El don significa que se te concede el derecho a
dejarlo brotar. Serás por tanto uno de mis guerreros-lobo, igual que otros lo
fueron antes que tú.
Una
emoción profunda inundó mis entrañas, una emoción tan pasional y cargada de
alegría que apenas podía contenerla.
-Sin
embargo el don tiene un precio, implica una responsabilidad.
Afirmé
con mi gesto aceptando lo que la aparición me decía.
-Mira
cuanto te rodea. Mira en lo que se ha convertido este lugar. Una y otra vez ha
sido mancillado. Antaño los bosques se extendían hasta perderse en todas las
direcciones. Desde aquí hasta el océano vivían los vettones y los lusitanos.
Ellos no fueron los primeros que estuvieron bajo mi protección, pero de entre
ellos elegí a mis preferidos. Mis hijos protegían esta buena tierra, que ahora
sangra herida, esquilmada, ultrajada y reseca. Desde la llegada del vil romano
todo ha caído en un descenso perpetuo. Los espíritus antiguos, no obstante,
concedieron un tiempo para rectificar el camino libremente, se ha dado un
tiempo para que el género humano recuperara el juicio y volviera a la cordura.
Pero ese tiempo ha terminado. No habrá más espera.
-Desde
que el romano llegó- continuó Ataecina- el espíritu quedó corrompido por la
falsa civilización que lo arrasó todo a su paso para instalar sus villas,
haciendas, fincas, cortijos y explotaciones, obligando al hombre libre del
monte a habitar el llano, obligando al hombre del bosque a trabajar como
esclavo o a jornal en el campo. Las fortunas y riquezas, bagatelas muertas e
inútiles, han pasado de generación en generación transmitiendo el poder de la
opresión.
-Los
poderosos os tratan como a ganado, no sois para ellos más que otro animal de
granja, servís de fuerza de trabajo o de alimento. El romano y su heredero no
respetan la tierra, ni el bosque, ni la fuente y su agua, ni el poder de la
roca ni la voz del viento. Habrá pues de respetar el poder de la llama en la
que habrán de desaparecer.
Las
palabras pronunciadas eran como la revelación de un gran secreto y a la vez
producían la emoción de las cosas que son conocidas.
-Los
pueblos que llegaron después de Roma siguieron el mismo camino, ya sea porque
fueran en verdad los mismos, o porque unos y otros se mezclaran en alianza de
sangre para continuar la herencia y la historia de las fortunas. Fueron los
mismos pero con distinto nombre y perpetuaron la tiranía.- Hizo una corta
parada como para permitirme asimilar cuanto me estaban revelando.- Tú,
muchacho, serás mi voz desde hoy, pues la hora del castigo ha llegado y
aquellos que han destruido el curso de la vida van a responder por sus
crímenes. Tienes un mandato sagrado, serás uno de mis guerreros, tendrás una
misión y un mensaje que transmitir.
Ataecina
posó entonces su mano sobre mi pecho.
-Yo
soy Ataecina, la renacida, mío es el poder de otorgar la vida. Renace ahora,
toma el favor que yo te concedo, haz tuya la larga vida, camina hacia atrás y
quede deshecho el castigo de los años.
Lo
que pasó a continuación fue sencillamente indescriptible. La fuerza dentro de
mis músculos empezó a crecer. Miré mis manos asombrado al ver cómo la piel se
tensaba y estiraba, como todo rastro de viejas heridas desaparecía. Los huesos
se recomponían deshaciendo las secuelas de las roturas de años atrás, las
articulaciones gastadas se enderezaban. Toda limitación desapareció, pues tal
era la plenitud que me poseía que no era capaz de contenerla dentro de mí. Veía
reconstruirse cada fibra y cada pliegue delator de mi edad se borraba. Sabía
que aunque no podía ver mi cara, también ésta estaba distinta, pues casi notaba
como fluían mis rasgos recuperando el aspecto y la vida de años atrás.
Cada
mínimo dolor y molestia se marchó, cada minúsculo achaque del tiempo se esfumó.
Podía escuchar mis vértebras recolocándose, crujiendo placenteramente con
chasquidos que ponían fin a los padecimientos constantes de los últimos años.
Sí,
era joven de nuevo, era fuerte como nunca antes lo había sido, tenía una nueva
vida dispuesta para ser aprovechada hasta la última gota, hasta la última
consecuencia.
Entonces
Vaelico posó la palma de su mano sobre mi frente y sentí como si mi consciencia
saliera por un breve segundo de mi cuerpo y durante ese segundo pude ver todo
mi sistema nervioso arder en una deflagración de luz.
-Yo
soy Vaelico, el lobo, mío es el poder de otorgar la furia sagrada, el don del
espíritu del lobo. Toma el favor que yo te concedo, tuyo será el poder de
localizar y rastrear a tu presa bajo cualquier circunstancia, la resistencia
del corredor incansable que acosa con infinita paciencia, la fuerza de la ira
divina que provoca terror.
Mi
cuerpo entero, de arriba abajo, era luz, era fuego, prendía en llamas plateadas
y doradas en un éxtasis infinito.
Entre
mis últimos recuerdos de aquel momento tengo la imagen de Vaelico y Ataecina
tomándose de las manos con un amor tan grande que conmovió mi alma hasta
hacerla llorar de alegría por ser consciente de que algo tan perfecto y sincero
pudiera existir. Él posó sus labios sobre los de ella, fundiéndolos en un beso
de ternura y pasión, y entre el fulgor de sus auras fusionadas desaparecieron.
Recuerdo
correr entre los árboles, recuerdo remontar el río, recuerdo atravesar la noche
libre de cualquier pensamiento.
Cuando
volví en mí estaba a kilómetros hacia el oeste de Postoloboso, vestido
únicamente con unos pantalones. Desorientado y casi inconsciente seguía
caminando sin detenerme, en cierta manera me sentía exhausto, pero a la vez
tenía la certeza de no haber estado tan pletórico en mucho tiempo.
Mientras
daba un paso tras otro los recuerdos de lo vivido en el santuario brotaban,
fluían en un cuadro que se antojaba imposible e increíble, motivo por el que no
dejaba de preguntarme si alguna de las escenas de mi mente podía haber sido
real.
Poco
después llegué a una carretera comarcal y seguí avanzando por el arcén hasta
llegar a una cafetería. Sobre la cristalera de la entrada, aún cerrada, pude
ver mi reflejo, en el cual prácticamente no me reconocí. Allí, plantado,
mirándome, estaba la figura de un hombre que ya no recordaba. Era yo, pero con
el aspecto que había tenido quince años atrás, y de hecho posiblemente era
mejor del que había tenido entonces. Toqué la imagen sobre el cristal como
queriendo reconocer a un extraño. Sí, me miraba fijamente, y aquellos ojos eran
un recuerdo, pero no el recuerdo del pasado, sino el recuerdo de un compromiso adquirido
e ineludible con el futuro. Los ojos y la vida que me llenaba me decían que
desde aquel momento, y para siempre, tenía una tarea que cumplir y un mensaje
que transmitir.
He
aquí pues mi mensaje.
Temed,
porque el que dormía ha despertado, yo estoy aquí como el primero, pero muchos
más llegarán. Soy la voz y soy la mano de la venganza. Durante demasiado tiempo
habéis mancillado esta buena tierra, pero vuestra hora se acerca, la hora en la
que habréis de pagar. Sois los hijos de Roma, sois la hez de la humanidad.
Vengo y traigo la purificación, y la purificación será por la sangre, pues
traigo para vosotros garra y colmillo. Vuestros crímenes contra la naturaleza,
contra los bosques, contra el aire y el agua, son incontables y sin embargo
habéis campado impunes y sin castigo. Pues debéis de saber esto: se me ha
encomendado la misión de que paguéis al fin por vuestros actos impíos.
No
contaminaréis por más tiempo los ríos y la tierra, no habrá más vertidos ilegales, no habrá más obras sin
sentido que arrasen los espacios donde antaño hombres y animales eran libres.
Arrepentíos o pereced. No habrá misericordia. A aquellos que queman los
bosques, a vosotros, que no entendéis ni queréis entender que no sois los
únicos seres vivos del mundo; vosotros, que
traéis fuego a los árboles, a vosotros he de arrancaros el corazón del pecho. Y
habréis de sufrir este destino por mucho que huyáis, ya que se me ha entregado
el don del espíritu del lobo y por ello no habrá lugar donde podáis esconderos,
pues os rastrearé hasta el fin del mundo si es necesario, os daré caza y
moriréis.
También
a los que especulan con la tierra, a los que construyen monstruosidades sin
sentido allá donde las aves crían, expulsando todo tesoro de la naturaleza,
escuchad mi aviso, pues mis garras abrirán vuestras gargantas. Y si no queréis
escuchar mis palabras y atender a lo que os digo, llegará pronto el día en el
que lo único que escucharéis será el patético ruido de vuestra propia sangre
encharcando vuestra tráquea y vuestros pulmones.
A
los que creen que cualquier lugar es bueno para dejar vuestros cada vez mayores
vertederos, vuestras basuras, vuestros residuos, vuestro veneno, vertiendo sin
control y sin cumplir ley ni juicio, pagando sobornos para no respetar nada
salvo vuestro propio capricho; a vosotros, os mataré lentamente y daré vuestro
cadáver a los buitres. No tendréis ni el honor de morir rápido por la sagrada
fuerza de mi dentellada.
A
los que creen que el campo es suyo, cazan y ganadean creyéndose dioses de la
creación, a los que disfrutan de matar por el puro placer de matar, sabed bien,
que aquellos que no tenían defensa hoy tienen a aquel que les defenderá. Pues
el verdadero dios de esta tierra, Vaelico, el dios lobo, ha alzado la voz, y su
voz clama justicia, y la justicia se ha de cumplir. A vosotros os haré sufrir,
gritaréis y pediréis vuestra muerte, pero yo la retrasaré, para que entendáis
lo que es padecer el acoso y no tener escapatoria ni huida. Suplicaréis vuestra
muerte y sólo cuando yo quiera, os liberaré para que acudáis con libertad al
infierno, pues yo sé que no sois más que demonios, seres inferiores, y el
infierno es vuestro lugar.
Solo
los cobardes temen la naturaleza y la quieren domar.
Eso
hicisteis y se ha de terminar vuestro gobierno de tiranía.
Y
ahora, podéis pensar que estoy loco. Mejor para mí. Así, no os guardaréis de mi
cercana llegada, y en sueños o al amparo de la noche, llegaré a vuestros
hogares y tendréis castigo, pues vuestro juicio ya fue celebrado el mismo día
que segasteis la flor de la vida. Podéis creer que he perdido la cordura, pero
pronto veréis cual es vuestro destino. Si no habéis creído, entonces creeréis,
pero ya será tarde, no habrá remedio. Poco tiempo os queda para enmendaros, y si
no lo hacéis, no habrá perdón ni misericordia.
Soy
el primero, pero tras de mí vendrán muchos más, pues están siendo llamados y en
la noche escuchan el aullido. A él acudirán y les será otorgada la fuerza y el
poder del lobo. Y de la misma manera que Ataecina me concedió renacimiento y
Vaelico la sagrada metamorfosis, también les serán concedidas a ellos. Y los
que serán como yo asimismo traerán la justicia a esta tierra. Y esta tierra
reconocerá al verdadero dios que un día fue y que volverá a ser. La tierra será
libre, los hijos de Roma morirán y aquellos que dijeron ser civilizados
comprenderán que solo eran almas muertas.