¿Cómo se decide una persona a empezar a matar? Supongo que es un paso
importante, no es precisamente como decidir si teñirse el pelo o no. Qué puede
hacer que un día te levantes de la cama (seguramente con el pie izquierdo) y
digas mientras te desperezas: “Lo he decidido. Hoy cogeré mi mejor cuchillo y
saldré a cargarme a un par de vecinos”. Ya sé que suena absurdo...no, ES
absurdo. Pero, sinceramente, algo semejante a esto parece que le ocurrió a
Andreas Bichel, que de la noche a la mañana pasó de ladrón de poca monta a
asesino.
Andreas Bichel vivía
en Regendorf, Baviera. No tenía mala reputación entre sus vecinos, que le
consideraban un hombre trabajador y algo tacaño. No era bebedor, ni jugador, ni
iba por ahí buscando bronca, al contrario, tenía fama de tranquilo y hasta de cobarde. Hombre
devoto, no faltaba a misa los domingos, aunque, teniendo en cuenta lo que
ocurrió después, algunos de los Diez Mandamientos no le quedaron claros, quizá
pensaba que eran meros consejos y no prohibiciones. Pero está claro que nadie
le conocía bien, ni siquiera su propia esposa. Nadie sabía de su lado oscuro, a
pesar de que él iba dejando pistas, ya que era incapaz de mantenerse alejado de
las cosas de los demás, vicio éste que le costó su puesto de trabajo en una posada
de Regendorf. Durante tres años el patrón aguantó con paciencia sus pequeños
robos hasta que no pudo más y le despidió. Y parece que fue este deseo de
poseer lo que los otros tenían lo que le hizo dar un paso más.
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Andreas era un fashion victim |
En mayo de 1808,
como suele suceder, la casualidad hizo que el secreto de Andreas Bichel fuera
descubierto. Las ruedas del destino empezaron a girar en su contra cuando
Walburga Seidel decidió ir a la tienda de un sastre y le encontró
confeccionando un chaleco con una tela que a la joven le resultó demasiado
familiar: era parte de la enagua de su hermana Catherine, que estaba
desaparecida. El chaleco había sido encargado por Bichel, a quien la familia
Seidel ya había preguntado si sabía algo de ella, a lo que éste siempre respondía
lo mismo: “no sé nada, sólo que se fugó con un extraño”. Sin duda una
contestación algo rara y, sin embargo, parece que la familia de la joven no
hizo mucho más por averiguar su paradero. Pero esto ya era demasiado sospechoso
como para volver a cruzarse de brazos y, por fin, acudieron a la policía para
que fuera ésta quien interrogara a Andreas.
El 20 de mayo de
1808 la policía fue a casa de Bichel para proceder a su detención. Mientras
tanto, Theresa, otra de las hermanas de Catherine, explicaba en el Palacio de
Justicia lo ocurrido justo antes de que su hermana desapareciera, corroborando
punto por punto lo dicho por Walburga el día anterior. Según ellas, hacía ya
varios meses una mujer había ido a su casa con un mensaje de Bichel para
Catherine. Ésta salió, pero volvió al poco tiempo a recoger tres de sus mejores
vestidos y, con ellos bajo el brazo, desapareció el 15 de febrero de 1808.
Theresa fue capaz de dar una descripción de las ropas que Catherine se había
llevado. No había terminado su testimonio, cuando llegó un policía con un
pañuelo que habían arrebatado a Bichel, un pañuelo que primero había intentado
esconder y después tirar, tratando de que nadie se diera cuenta. Cuando Theresa
lo vio quedó claro el porqué del extraño comportamiento del hombre: era el
pañuelo de Catherine.
Cuando comenzó el
interrogatorio, Bichel fingió desconocer el motivo de su arresto. Al
preguntarle por el pañuelo, contestó que lo había traído del mercado de
Ratisbon y, respecto a la tela que le había dado al sastre para que le hiciera
el chaleco, dijo que se la había comprado a un vendedor ambulante. En cuanto a
Catherine Seidel, repitió lo mismo que le había dicho a sus hermanas, que no
sabía nada de ella, salvo que un joven, un completo extraño para él, había ido
a su casa y le había pedido que mandara a buscar a Catherine. Estaba convencido
de que se habían marchado juntos...es más, aseguraba que había oído rumores de
que estaban en Landshut.
Sin embargo, era evidente que el hombre sabía más de lo que decía. Contestaba
de forma apresurada, titubeaba, se mostraba confuso...estaba claro que escondía
algo. Y vaya si escondía algo, en concreto en el cobertizo de su casa, que
estaba siendo registrada mientras él era interrogado. Allí encontraron un baúl
con mucha ropa de mujer, pero que no era precisamente de su esposa. Cuando le
preguntaron, la mujer dijo que parte de la ropa era una tal Bárbara y el resto de
una chica que había desaparecido, la tenía allí porque los padres de la chica se
la habían regalado a su esposo. Algunos de estos vestidos eran los de
Catherine. Todo parecía indicar que, como se sospechaba, Bichel estaba
relacionado de algún modo con su desaparición, pero no se sabía exactamente
hasta qué punto. El perro de uno de los agentes no dejaba de olisquear en el
cobertizo de la casa, el lugar que servía de leñera. Esto llamó la atención del
dueño, que se dirigió allí con algunos hombres, decidido a descubrir qué era lo
que ponía tan nervioso al animal. En una esquina del cobertizo había un montón
de paja y hojarasca y allí empezaron a cavar. No tuvieron que esperar mucho
antes de encontrar un pie y la parte inferior del cuerpo de una mujer, envuelta
en unos trapos. Cuando retiraron un poco más de tierra surgió la parte superior
del mismo cuerpo y una cabeza medio descompuesta. A poco distancia de esta
tumba, encontraron otro cadáver, que pudo ser reconocido como el de Catherine
gracias a que aún conservaba sus pendientes. Parecía haber sido abierta en
canal.
Los médicos
examinaron los restos minuciosamente. Estaban convencidos de que el acusado
había mutilado a ambas mujeres con un cuchillo afilado, ayudándose de un
martillo. En el informe se planteaba una siniestra duda respecto a Catherine
Seidel: ¿estaría realmente muerta cuando Bichel empezó a diseccionarla?. Según
el forense, Catherine había recibido un golpe en la cabeza y una puñalada en el
cuello, pero en su opinión ni el golpe ni la puñalada habían sido suficientes
para causar la muerte. Consideraba que ésta se había producido cuando Bichel
“abrió” a la joven por la mitad.
Evidentemente Bichel
aún tenía mucho que contar y se procedió a un segundo interrogatorio. Al
tribunal le costó sacar algo en claro, pues él
contestaba a las preguntas con mentiras que no podía sostener, algunas
realmente absurdas (como que a Catherine había sido asesinada por un
desconocido en su casa), pero inmediatamente cambiaba la versión por otra que
parecía estar más próxima a la verdad o al menos tenía algo más de sentido,
pero sólo rozaba lo que realmente había ocurrido. Al final confesó haber matado
a Catherine simplemente por su ropa. Sin embargo, en lo referente a la otra
mujer, palideció, pero negó rotundamente cualquier conocimiento respecto a
ella. Habría que ver la cara de los interrogadores ante la confesión sui
generis de Bichel: admite haber matado a Catherine, pero a la vez afirma
desconocer quién es la mujer que yace al lado. ¿Quién la habría enterrado allí?
Seguramente ese “extraño” del que tanto hablaba.
Aunque él dijera que no conocía a la otra
víctima, había ropas en su casa que no eran de Catherine. ¿A quién pertenecían?.
Esta vez Bichel sí sabía la respuesta: eran de Bárbara, una prima lejana de la
que decía no recordar el apellido (debía ser muy lejana). Vivía con sus padres
en Loisenrieth, pero había dejado su casa en busca de trabajo. Bichel dijo que la
había visto por última vez en Ratisbon y que ella, en un alarde de generosidad,
le había dado unos vestidos para que los vendiera por ella, pudiéndose él
quedar el resto. Y aquí terminó su confesión.
En 1806 en Baviera
se había abolido la tortura, así que, en lo que a ello respecta, Bichel podía
estar tranquilo, nadie le obligaría a claudicar a base de hos...de golpes. Pero
siempre había medios para hacer hablar a los reos y uno que había dado muy
buenos resultados, a pesar de su sencillez, era el de enfrentar al asesino con sus actos, para lo
cual se le solía llevar al lugar en que se había encontrado el cuerpo, y si se
podía contar con el cadáver, mucho mejor. Así pues, Bichel fue llevado a
Regendorf, a su propia casa, donde le esperaban sus víctimas, bien visibles,
cada una sobre una tabla.
Bichel se sintió
desmayar, sus piernas apenas le sostenía, la visión de los cuerpos le afectó notablemente,
pero seguía en sus trece: admitía haber matado a Catherine, pero no a la otra
chica. Sin embargo, al volver a su celda ya no estaba solo, le acompañaba el
recuerdo de las dos jóvenes asesinadas y, por lo que se ve, su alma albergaba
una pizca de eso que llaman “remordimiento”. Y por fin se supo quién era la
desconocida.
Bárbara Reisinger
buscaba trabajo y Andreas Bichel le había prometido que le conseguiría uno. Así
pues, se trasladó desde Loisenrieth, donde vivía con sus padres, a Regendorf.
Cuando llegó a casa de Bichel se llevó una decepción, él no había podido
colocarla en ningún lugar, pero Bárbara no se iba a rendir, si en Regendorf no
encontraba nada quizá debía ir a Ratisbon . La que sí tenía trabajo era la esposa de Bichel y, desgraciadamente,
dejó sola a Bárbara con su marido. Según él, en ese momento le asaltó el
pensamiento de matarla y quedarse con sus ropas, a pesar de que ella no llevaba
equipaje y de que su botín se iba a limitar a lo que la joven llevaba puesto.
Aunque esto no le detuvo, él sabía que el resto de su ropa estaba en casa de
sus padres y que seguramente no le sería difícil hacerse con ellas más
adelante. Con esta idea en la cabeza, consiguió derivar la conversación al tema
de la brujería y de la adivinación, y le contó su secreto: poseía un objeto
fabuloso, un espejo mágico con el que podía ver el futuro.¿Querría Bárbara
conocer su destino? Pues claro que quería. Fue a buscar tan asombroso espejo (que,
entre nosotros, no era más que una lupa colocada sobre una pequeña tabla) y,
con gran solemnidad, puso el místico objeto en la mesa, ante la ansiosa joven.
Pero el conocer el destino no era algo simple, había que seguir un ritual, unas
normas, y la más importante era que Bárbara no podía tocar nada, ni hacer
ningún movimiento que rompiera el hechizo. Bichel le dijo que, sólo para evitar
que eso sucediera, lo mejor sería que le atara las manos a la espalda y le
vendara los ojos. Bárbara accedió, al fin y al cabo él era el experto...y no se
equivocaba, Bichel conocía el futuro, al menos el de ella: iba a morir en
breve. Aprovechando la incapacidad de defensa de la chica, le clavó un cuchillo
en el cuello. Una vez muerta, para poder deshacerse más fácilmente del cuerpo,
la descuartizó y enterró sus restos en el cobertizo.
Siguió con su vida,
como si no hubiera ocurrido nada. Desde un principio aclaró que su esposa debía
estar libre de sospecha, ni había tomado parte en los asesinatos ni sabía nada
de lo ocurrido en la casa.
Este hombre se
caracterizaba por su codicia. Siempre dijo haber matado a Bárbara al haberse
“sentido tentado por sus finas ropas”...y deseaba tener el resto. En época
navideña se dirigió a Loisenrieth, a casa de la joven, pero por el camino se
encontró con el padre, que precisamente iba a Regendorf a preguntar por su
hija. Bichel se mostró extrañado, le dijo que le había mandado varios mensajes
de parte de Bárbara en los que le pedía que le mandara su ropa. Evidentemente
el padre no había recibido ningún mensaje (digamos que fue una mentirijilla sin
importancia de Bichel), pero por suerte se habían encontrado y podía hacerle
llegar la ropa a través de él. Parece que era una de esas personas de las que
nadie sospecha, que inspiran confianza. Los padres de Bárbara creyeron en sus
palabras y a pesar de que su hija no se puso nunca en contacto con ellos,
parece que no denunciaron la desaparición a la policía, ni siquiera cuando se
enteraron que el hombre en quien confiaban había vendido algunas prendas de la
chica.
Por lo que se ve, el haber matado a una mujer
sólo por unos vestidos (o al menos era lo que él decía, nunca se supo si hubo
otros motivos) y tener su cuerpo descuartizado muy cerquita de su casa, no le
causaba remordimientos, ni le quitaba el sueño, al contrario, Bichel vio oportunidades
de negocio y, una vez más, se dejó llevar por su codicia. Empezó a buscar a
nuevas víctimas, jovencitas con bonitos vestidos que quisieran saber qué les
deparaba el destino. Lo intentó con varias, pero no tuvo suerte, hasta que
encontró a Catherine Seidel. Quién le iba a decir a la joven que su ropa la iba
a llevar a la tumba. Bichel empezó a hablar con ella e intentó convencerla de
que fuera a su casa a conocer el futuro (ya sabemos cuál fue). Pero Seidel no
estaba muy convencida y tardó varios meses en ceder a los requerimientos del hombre.
Un día mandó a una mujer a casa de Catherine con un mensaje de su parte y esta
vez ella cedió.
Bichel ya tenía una nueva víctima y encima había ido ella
solita a su guarida, pero le dijo que, como parte del ritual, debía cambiarse
varias veces de ropa, así que era mejor que volviera a casa a buscar sus
mejores vestidos. Ella obedeció sin hacer preguntas y cuando regresó a casa de
Bichel, éste inició su teatrillo. Trajo el “espejo mágico” y, como había hecho con
Bárbara, le advirtió que no debía hacer ni tocar nada, por lo que lo mejor maniatarla
y vendarle los ojos. Eso sí, se le olvidó decirle que lo siguiente era clavarle
el cuchillo en el cuello...simples detalles sin importancia. Sin embargo, de
Catherine no sólo ansiaba sus ropas,
también deseó saber “cómo estaba hecha por dentro” y sólo había una forma de
saberlo: abrirla en canal. Cogió una cuña y se ayudó con un martillo de
zapatero para abrirle el pecho, tal como habían dicho los forenses. Después, con
el cuchillo, cortó las partes carnosas y, según su testimonio, estaba tan
excitado que podría haber cortado un pedazo y haberlo comido, pero parece que
no llegó a ese extremo. Con respecto a si Catherine estaba viva o no, Bichel
dijo que tras apuñarla, la joven gritó, forcejeó un poco y suspiró 6 o 7 veces,
pero que él no comprobó si estaba muerta antes de comenzar con su particular
“disección”.
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Su condena incluía el no recibir el golpe de gracia |
El 4 de febrero
Andreas Bichel fue condenado a la rueda y a que su cuerpo quedara expuesto en
la misma. Sin embargo la condena fue conmutada por la de decapitación, un
castigo que conllevaba menos sufrimiento para el acusado, pero no por
misericordia, sino porque es Estado no debía “competir en crueldad con el
asesino”.
Fuentes:
"Remarkable Criminal Trials" traducción de la obra de Anselm Ritter von Feuerbach por Lady Duff Gordon, John Murray, Albemable Street, London (1846)
Nota: Por mucho que lo intenté me fue imposible conseguir imágenes de Bichel o referidas a sus crímenes. Evidentemente, las que pueden ver aquí no tienen nada que ver con el caso, pero ayudan a ilustrarlo.